El oro y el barro (como la novela de Miguel Ángel Solá!)

8/21/2009
Como toda peronista, creo fervientemente en el ascenso social. Es por esto que he tomado un empleo en el coqueto barrio de Retiro. Siento que empapándome de lujos estaré más cerca del progreso por el que tanto he peleado.

@Demócrata me sugiere que vayamos al Patio Bullrich a hacer una sesión de brainstorming para desarrollar una estrategia de branding de acuerdo al brief que nos llegó del cliente.

Caminamos varias elegantes cuadras. Una pareja de turistas franceses miran un mapa, mientras una señora delgada y con el brushing recién hecho, botas de caña alta y boina de paño, cruza la calle con su vespa celeste.

Entramos al Patio Bullrich y me inunda el aroma a perfume de vieja bien. No sé qué usan, pero hace unos años -cuando yo conocía nombres de perfumes porque los usaba- eran el Opium y el Amarige o el Organza. @Demócrata dice que no huele nada, pero yo ya no le presto atención. Todo reluce en mármol y bronce y las vidrieras exhiben prendas de materiales nobles, a precios de cuatro cifras.

Llegamos a Starbucks. Pedimos un café, que eligió @Demócrata porque para mí son todos lo mismo, y muffins. Para mí de banana, para él de arándanos porque eso es lo que come la gente bien. Yo me pedí el de banana porque tengo angustia oral y el de banana viene con nueces.

El brainstorming va muy bien. Mientras yo anoto en un cuadernito, @Demócrata me muestra videos inspiracionales de youtube, en la nítida pantalla de su ibook. Se nos ocurren cosas brillantes, y por un momento me siento en otro país. ¡Cuánto brillo, cuánto dinero, cuántas palabras en inglés!

Entonces, @Demócrata me hace señas. Enfrente nuestro está Susana Rinaldi, con un tapado de piel y un reportero que le hace preguntas. Él no sabe si twittearlo desde el iphone o desde la laptop; yo le mando un SMS a mi mamá.

Finalmente, decidimos que ya es suficiente y nos despedimos, y además con Susana Rinaldi ahí es difícil pensar.

Cruzo Libertador hasta la terminal de Retiro. Ya es de noche, y los proletarios se congregan en las paradas de los diferentes colectivos. Ya no hay mármol, ni bronce, ni perfumes; sino plástico, cemento y panchos o patys. El mío es el 22, pero no me acuerdo dónde para, así que busco un poco, cagada de frío, mientras la gente se sigue empujando para subir primero al transporte que la depositará en su casa, mínimo 90 minutos después.

Creo que encontré la cola, pero me detengo un segundo para ver si estoy bien, y un señor con gorrito de lana, zapatillas deportivas y cara ajada me agarra fuerte del brazo:

"Eeeeh amiga, la cola sigue más ashá eeeh, é ahí atrá eeeh".

Me hago pis encima, al tiempo que comprendo que es momento de volver a mis raíces, y que la movilidad social, en mi caso, sólo tiene lugar de 10 a 19.

"Amigu, todo bien, disculpá eeeh", le digo, y me voy atrás de todo, a esperar 45 minutos para subirme al colectivo y viajar parada hasta el conurbano.

Y lo quería twittear, pero no tengo iphone.

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