Cada mañana, cuando bajo las escaleras grises -no sé cómo no me maté todavía- en Leandro N. Alem para tomarme el subte flasheo que estoy en un aeropuerto internacional, y que los hombres de traje sentados en ese barcito son importantes ejecutivos que viajarán a Tokyo o a New York a hacer sus cosas capitalistas.
Y todos los pasajeros caminamos apurados para no perder nuestros vuelos, envueltos en ráfagas calientes con aroma a café quemado y mediaslunas viejas.
(El puesto de Cocot sería un duty free, supongo.)
Yo creo que esa estación tiene olor a aeropuerto. A diferencia de Malabia, que huele a caca.
Moraleja: con un poco de imaginación, cada día es una aventura.
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